Tras apagar el cigarro, el humo persiste. Siempre queda algo aún por consumir, y el paso lento de los segundos se encarga de continuar con las caladas, poco a poco, alargando el final. Es macabrodejarse hipnotizar por los aros que escupe el cenicero. Pero necesario. Casi tanto como esa extraña y común manía de prolongar las despedidas, de recrearnos en las lágrimas que hablan por nosotros. De recordar una y otra vez algo que agoniza, pretendiendo que, ahora, cuando el tiempo ya sólo corre si es en nuestra contra, renazca y vuelva a ese punto en el que todo era posible. Cuando existíamos en los mismos términos y no nos habíamos arrollado. Pero el cigarrillo nunca renace de sus propias cenizas, y toca buscar el mechero rojo para volver a encenderse otro.


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