Cuando vuelvo a casa siempre subo andando las escaleras y, al llegar al segundo piso, la luz del descansillo se apaga. Día tras día. Con toda probabilidad, tan sólo sea ésta una cuestión de programación, pero prefiero creer que es cosa del destino. La fatalidad y su belleza no pueden ser mal acogidas, sobre todo en un mes tan lúgubre como enero.

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