Siempre le gustaron las estaciones, de alguna extraña manera le aportaban esa estabilidad de la que carecía. Mientras encendía un cigarro, mascullaba para sí. No podía evitar pensar en su vida, en los cambios que se habían ido sucediendo. Cuántas idas y venidas y, en cierto modo, cuántos desvíos e imprevistos. De golpe, recordaba una a una cada previsión de futuro elaborada concienzudamente a lo largo de su corta existencia (todas ellas equivocadas, en esencia y periferia), como quien ve su vida pasar justo antes de irse de este mundo. O eso era lo que ella imaginaba; le gustaba creer que, antes de morir, a una persona se le permitiría revivir, aunque visualmente, cada uno de los momentos trascendentes. Tampoco es que le preocupase, no se consideraba especialmente existencialista. La única realidad que le absorbía de lleno era el sentirse allí, esperando un tren que, para no faltar a la costumbre, volvía a retrasarse, como quien pretende sabotear algo a lo que se ha dedicado un esfuerzo inmundo. Se encontraba aterrada, sí, pero también extasiada. Mientras imaginaba las consecuencias de su irresponsabilidad, suponía que no llegaría muy lejos, provocando con ello una intensa guerra neuronal. No sobreviviría, era consciente, pero no le importaba; a veces nada tiene sentido, y en ese continuo disparate que es vivir, lo impulsivo resulta lo más sensato. Siempre había soñado con irse, sentirse deliberadamente fuera de lugar, y nunca se le había revelado el momento perfecto para ello. Ahora, simplemente lo sentía. Con suerte, el tren aparecería en diez minutos por el túnel. Tiempo suficiente para despedirse.

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