No puedo dejar de comer, es inevitable, ya no porque sea imposible de parar sino porque realmente deseo hacerlo. Sucede lo mismo con el terminar las mañanas confesando mis crisis existenciales tan habituales al primer desconocido que se aproxime (o al que me aproxime, a quién puede importarle, en todo caso a él y nunca dice nada porque no hay gran cosa que pueda añadir). En realidad emplear el adjetivo calificativo "desconocido" para referirme al sujeto pasivo de mis -en exceso corrientes y exacerbados- lamentos no les hace gran justicia.

Por otra parte, tengo en el cuerpo la sensación de llevar en mis entrañas a un extraterrestre, pues un extraterrestre dentro debe de doler bastante; cómo me duele todo el cuerpo. Y aún continúa en mis glándulas pituitarias el olor a ajo de la mujer que me ha acompañado esta mañana en el autobús. Esa odiosa fragancia alioli que, dicho sea también, en las patatas resulta tan adorable. O en un tiempo pasado, en el cual aún tenía quién las preparara para mí. Y hoy he parado un buen y largo rato donde otrora te esperaba. Repudio la condescendencia, tu condescendencia, pero no a ti. Sí, en este preciso momento cabe que diga algo tan falto de sentido como que te quise y cursiladas del estilo, cuando ya poco puede hacerse porque ni siquiera estás cerca. A saber en qué cama y con qué persona andas. Pero en fin, la vida no es más que una incongruencia tras otra. Y retroalimentación: yo absorbo al mutismo, él me absorbe a mí. Mutismo selectivo; esta vez sí, selectivo. Justamente selectivo.

No hay comentarios: