Adoro ver amanecer desde mi tren de las 07:29, destino Chamartín. Las líneas de color que se dibujan en el cielo me mantienen durante largo rato embobada, pensando en nimiedades y rezando por no dormirme. En esos instantes mi cabeza es mía por completo, creo que nada puede romper la paz interior que me produce la visión, llegando incluso a conciliarme con mis incendiarias neuronas. Pueden llegar a aparecer, uno por uno, todos los equilibrados pensamientos que contengo dentro de mí y sonrío, mucho y muy fuerte, sobre todo si, cuando bajo a la realidad, por la ventana vislumbro la casa de cierto ratón. Adoro los viernes, se han vuelto los mejores días de la semana (y quién lo hubiera dicho tiempo atrás), son mis pequeñas dosis de felicidad, ya no individuales, sino compartidas; o mejor, me las aportan otros. Y vuelvo a sonreír. Y ahora observo mi pared y suspiro, para respirar luego desde muy dentro y pensar que el mundo está en calma. Adoro contar las veces que Llosa escribe bistrot en Travesuras de la niña mala, en especial en su capítulo dos. Me gusta necesitar París. Recorrerlo de principio a fin, sintiendo el verdadero latido de sus calles, imaginando sus historias, sus sueños, logrados o fallidos. Irme a la cama, creer desfallecer y, entonces, dejarme llevar, mover los dedos de los pies, contar cuentos contigo. En realidad yo también necesito calcetines antideslizantes, pero ése es otro tema. Empiezo a coger cariño a los jerseys verdes y que titubees cuando me hablas. Me estás empezando a gustar, niño bueno.

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