Crónica de una locura anunciada.


Toc, toc. Es sábado. Y yo abro los ojos entre mis sábadas de franela. El radiante sol entra por mi habitación, haciendo relucir todos mis muebles y las motas de polvo insertas ya como parte de ellos, y yo me debato entre salir de ese extraño y exclusivo paraíso o dejar envolverme en él. La segunda opción resulta muy apetecible, sobre todo teniendo en cuenta que si salgo de la cama no pasará nada fuera de la normalidad. Lunes, martes, sábado, domingo; distinta forma, mismo contenido. El peso de la rutina es más fuerte que yo. Me arrastra y me impide avanzar (si es que acaso existe un lugar hacia donde pueda caminar, lo que empiezo a dudar profusamente). Y la inseguridad me encuentra por todas partes. A veces ocurre que abro el armario para vestirme y salir a la calle y de repente me pilla indefensa. Entonces no queda otra alternativa que tumbarbe en la cama. Quitarme las gafas por si acaso ocurre que. No quisiera mancharlas. Mi mundo cae a pedazos sobre mí. Pieza a pieza. Ésas que antes formaban un puzzle y ahora están desencajadas. Es como si los engranajes que hacían posible su unión se hubiesen oxidado hasta el punto de perder su forma original. Y no sé si dicha deformación es tan irreversible como la de mi mente y mi personalidad. Igualmente, me asusto. Me atormenta la idea de haber perdido. El qué, no lo sé, soy incapaz de concretar. Y pasa, juro que entonces pasa. Pasa que un sabor viene a mí, lo recuerdo con toda nitidez. Y joder, joder, joder, joder. Malditas consecuencias. ¿Por qué a todo presupuesto de hecho le tiene que seguir una consecuencia; por qué el mecanismo de acción-reacción? No importa, Adriana, de verdad, no importa. Ahora me levanto, me con-ciencio y pienso que hoy nada irá peor. Todos los juguetes rotos, ningún problema.

No hay comentarios: